Atoradas con la Tula: Crónica de un Waffle Legendario

Después de bajarse en el metro Santa Isabel y caminar hasta Providencia, Karla y Maite estaban decididas a tachar algo épico de su lista de pendientes: probar los famosos waffles de La Tulería.
—Obvio, porque no, ¡weona! ¡De aquí somos! —soltó Karla con una sonrisa cómplice.
Sin más preámbulos, las dos se encaminaron con la emoción a flor de piel y, al llegar, Karla se acercó a la caja, poniéndole todo el dramatismo del mundo a su pedido:
—Quiero la tula más grande que tengan —dijo, guiñando un ojo con tono de broma.
La cajera, ya curtida en situaciones de doble sentido, apenas esbozó una sonrisa profesional mientras despachaba el pedido. Poco después, las amigas caminaron al famoso carrito de la Tulería.

Fue entonces cuando el chef, un showman nato, las invitó al célebre Tulichallenge.
Armándolas con una Tula gigante, rellena de Nutella y cubiertas con más risas que autocontrol.
—¿Y eso qué es? —preguntó Maite, curiosa.
—Si se la meten toda a la boca, se la llevan gratis —respondió el chef con toda naturalidad.
Karla arqueó una ceja, miró el waffle, luego a Maite, y sin perder el ritmo, se ofreció voluntaria:
—¡Ya! Yo me animo, total… —dijo, tomando el reto como una gladiadora moderna con una Tula en la mano.
El chef comenzó la cuenta regresiva.
—¡Tres… dos… uno… Ahora!
Karla, decidida, abrió la boca como quien intenta comerse el mundo. Los primeros centímetros fueron fáciles; el chocolate tibio le untaba los labios mientras los ojos le brillaban entre carcajadas contenidas. Pero al llegar a la mitad, sus ojos se llenaron de lágrimas (de esfuerzo, no de tristeza).
—¡Naaaah, está muy grande! ¡Me voy a ahogar! —exclamó, retirando el waffle y echándose hacia atrás, triunfal pero derrotada.
Maite se doblaba de la risa.
—Amiga, pero si tú estás acostumbrada… —le soltó con una risa maliciosa.
Las dos rompieron en carcajadas mientras sostenían la Tula como un trofeo caído.
Cosas que pasan un día cualquiera en La Tulería.
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